MARIA Y SUS MANOS

Por Juan Cruz Sanz

Su vida pasa desapercibida para el resto de los mortales. Ella sólo agacha la cabeza, cree que con sus jóvenes pero golpeados 20 años la vida no le volverá a sonreír.
Todavía recuerda casi con temor cuando se bajó de aquel colectivo ilegal que la depositó en Plaza Miserere. Solo buscaba prosperar, alejarse de las calles de tierra que formaron su andar paceño y tranquilo.

No estaba sola. No era la única en la misma situación pero, para su corazón, eran ella y sus manos. Habían aprendido a convivir y a compartir los mismos dolores.
Una docena de ampollas decoraban la yema de sus dedos. Lo único de sus manos que le arrancaba sonrisas y buenos recuerdos eran dos anillos que decoraban sus tupidos dedos. Uno, casi sin brillo, lo guardaba de su primer cumpleaños de quince y el restante era un regalo de ese noviecito de la juventud que todavía le quitaba el sueño, pese a que lo conoció cuando su tiempo se repartía entre niñerías y los quehaceres de la escuela primaria.

Cuando llega la noche, después de doce horas seguidas de trabajo, apenas puede despegar sus ojos de las manchas de humedad del trozo de chapa que su patrón improvisó como techo. Se resiste a pensar que vivirá ahí por mucho tiempo más. Sus compañeros de cuarto son los mismos que compartieron con ella, el andar lento y desgarbado de ese fatídico colectivo. No se hablan, no se escuchan, no conviven, solo existen, ocupan el mismo espacio y lugar y compartían los mismos sueños.

Su mente no olvida el rostro de Morales. Ese hombre de paso firme y seguro que le prometió un futuro seguro. Ella le creyó. Argentina le gustaba, parecía algo diferente, era otro país. “Me conquistaste por tus manos”, le dijo Morales. La suerte, o mala suerte pero suerte en fin, se cruzó en su camino y tenía la mirada de ese hombre.

Las manos de María eran chiquitas, sus dedos rápidos. El tiempo, el trabajo y la vida le enseñaron a hacer de sus manos una extensión de su mente y una isla separada de su cuerpo. Le encantaba dibujar pero su destino no tenía en sus planes convertirla en una gran artista. A los cinco años ya ayudaba a su madre con los trabajos de selección de hojas de coca.

Marta era exigente con María, y con cada uno de sus ocho hermanos. Trabajaba para un empresario cocalero que vendía su cosecha en el mercado negro que conectaba a Bolivia con el norte argentino. Para Marta, sus manos eran una fuente de sentimientos y sensaciones encontradas. Le dieron la posibilidad de alimentar a su familia, era lo único que supo manejar, pero la juventud pasó y ahora la artrosis se apoderó de sus dedos y de cada uno de sus huesos. Veinte años de trabajo esclavo no fueron gratuitos y la postraron en una cama con un dolor que dobla cada una de sus piernas. Ni siquiera tiene la posibilidad de poder acceder a paliativos que la ayuden a convivir con esa sensación, y con ese tormento.

Ahí fue cuando Maria salió a recorrer La Paz en busca del sustento para sus ocho hermanos. Lo único que sabía hacer era mover sus dedos, su única carta de presentación era la maniobrabilidad de sus manos. Así conoció a Morales, ese hombre que la conquistó prometiéndole los manjares de la prosperidad, bajo la sombra de la industria textil: “En Buenos Aires hay de todo. Te va a gustar”. Nunca pensó que sus manos destrozarían sus sueños. Convenció a José, uno de sus hermanos y el más compinche con ella. Se llevaban apenas 13 meses. Juntos se embarcaron en el mismo sueño.

Apenas llegaron a Buenos Aires los separaron. A José lo designaron a un taller de Caballito, María se fue a Flores. Sólo hablaban por teléfono cuando el patrón les daba un tiempo libre. Con suerte, se veían algunas horas los domingos. Recordaban Bolivia y pensaban en su familia, Buenos Aires no era lo que esperaban.

María sólo hablaba con sus manos, tratando de apalear el dolor que le causaban los pinchazos de las agujas de la maquina confeccionadora y las ampollas de las yemas de sus dedos, producto del ir y venir sobre la rispidez de la tela barata. A la noche solo sus manos la sentían, solo sus manos la escuchaban.

El tiempo pasó, las telas siguieron llegando, pero una determinada tarde José no respondió a su llamado, en su taller nadie atendía. Así fue como nunca más supo de José y el temor se apoderó más que nunca de su cabeza, sus manos cortaban, sus dedos enhebraban, pero su mente buscaba a José. Su patrón no la dejaba salir, tenía miedo que nunca más vuelva, María le servía. Dos semanas después de su último domingo juntos se enteró que José había muerto en un incendio. Nadie le aviso, a nadie le importó. Solo a sus manos, que ahora más que nunca esperaban la mano amiga de su hermano compañero. Ahora sólo le resta esperar, total, sus manos siempre van a estar en movimiento. . .

Enlaces:

Seis muertos por un incendio en un taller textil de Caballito.

A 90 dias del incendio de Caballito hay 503 talleres clausurados.

No hay comentarios.: